Sergio Ramírez: Margarita está linda la mar, capítulo 1

El retorno a la tierra natal

El Capitán Agustín Prío terminaba de ajustarse la corbata de mariposa de los días festivos, que le daba un aire de referee de boxeo, cuando el trepo de las sirenas que crecía hasta llenar el aposento puso una llamarada turbia en el espejo. Se asomó al balcón y un repentino soplo de aire tibio pareció empujarlo de nuevo hacia dentro. Al otro lado de la plaza, parvadas de campesinos desprevenidos huían de la embestida de las motocicletas Harley Davidson que atronaban bajo el fuego del sol abriendo paso a la caravana que ya se detenía frente a la catedral, mientras los manifestantes seguían bajando de las jaulas de transportar algodón y de los volquetes anaranjados del Ministerio de Fomento y Obras Públicas, recibían de manos de los caporales los cartelones que chorreaban anilina, los enarbolaban o se cubrían con ellos la cabeza, detrás de sus pasos las mujeres, los críos prendidos de sus pechos magros y de la mano los grandecitos, e iban a perderse entre los demás comarcanos igualmente desorientados y la gente llegada a pie de los barrios con sus gorras rojas, y marchantas nalgonas, fresqueras ensombreradas, barrenderos municipales de zapatones, maestras de escuela bajo sus sombrillas, reclutas rapados, empleados públicos de corbatas lánguidas.

Y ahora, portazos en sucesión, carreras de los guardaespaldas vestidos de casimir negro cocinándoce en la resolana, la corona de subametralladoras Thompson ya en torno a la limosina blindada, también de color negro funeral, y bajaba Somoza, traje de palmbeach blanco, el pitillo de plata prendido entre sus dientes, alzaba el sombrero panamá para saludar a los manifestantes que desperdigaban de lejos sus aplausos, un primer chillido alcanzaba su oído, ¡que viva el perromacho, jodido!, y se elevaba la res puesta en una ola cavernosa que el Capitán Prío oía estallar desde el balcón, tras Somoza la Primera Dama, vestido de seda verde botella bordado en verde más profundo, casquete verde tierno sobre su peinado de bucles, el velillo pendiente del casquete sobre el rostro maquillado, subían a prisa las gradas del atrio entre la valla de soldados y guardaespaldas, el obispo de León esperándolos en la puerta mayor de la catedral. Y lo último que el Capitán Prío vio desde su atalaya fue el relumbrar de los flashes porque ahora la comitiva avanzaba por el pasillo central de la nave desierta vigilada en cada palmo por los soldados. La corona de lirios de papel crepé y rosas de trapo aguardaba asentada en su trípode al pie de la estatua de San Pablo, frente a la tumba custodiada por un león de cemento que lloraba, la melena abatida sobre el escudo también de cemento. La Primera Dama, atormentada por el corsé que reprimía sus carnes, se acercó al oído de su consorte que por respeto al lugar había entregado el pitillo de plata a su edecán, el coronel (GN) Abelardo Lira, el Lucky Strike aún a medio consumir. A Somoza, ralo de cabello, doble la papada, numerosas las pecas color de tabaco en la nariz y las mejillas, también lo atormentaba un corsé que reprimía sus carnes, el corsé de peso liviano tejido en hilo de acero que le había enviado Edgar J. Hoover, con sutarjetapersonal, por mano de Sartorius Van Wynkle.

No se alcanzaba a oírla. Pero presumo, Capitán, que no estaría recordándole al marido que quien reposa bajo el peso del león doliente fue despojado de su cerebro la misma noche de su muerte, un enojoso asunto de familia. Por el contrario, es mucho más probable que su pensamiento volara hacia los versos que le escribiera un día en su abanico de niña:

La perla nueva, la frase escrita, Por la celeste luz infinita, Darán un día su resplandor, ¡ay, Salvadora, Salvadorita, no mates nunca tu ruiseñor!

El ruiseñor, bien cebado, asintió y sonrió. El orfebre Segismundo, uno de los contertulios de la mesa maldita, que se reúnen por vieja tradición al otro lado, en la Casa Prío -desde uno de cuyos balcones el Capitán Prío se asomaba a la plaza- aunque ya lo supiera preguntaría, confianzudo, si le estuviera permitido: ¿cuándo fue eso, Salvadorita?

Ese entremetimiento es imposible. Por tanto, dejo que el rostro de la Primera Dama, maquillado sin piedad y avejentado con menos piedad, se mire por su cuenta en el veloz espejo de las aguas del tiempo; que el caer invisible de una piedra agite en ondas la transparente superficie para que ella recobre en el fondo la imagen en temblor de la niña de diez años, vestida de organdí igual que su hermana Margarita, sus sombreros de paja italiana con dos cintas bajando a sus espaldas; que se vea sentada en la barca mecida por el oleaje, donde una parte de ustedes debe apresurarse en buscar lugar.

Es la mañana del 27 de octubre de 1907 y de lejos se avizora ya el Pacific Mail, a cuya cubierta otros de ustedes harían bien en subir, pues allí llega aquel que yace bajo el león de cemento, en su retorno a la tierra natal:

El steamer pone proa hacia la bahía de Corinto cuando el cielo del amanecer finge ante los ojos del pasajero una floresta incendiada. Asido al raíl de la cubierta, se había apostado desde antes del alba en el costado de estribor, ansioso por descubrir los relieves de la costa que empezaron a iluminarse con tonalidades grises; y al palidecer las constelaciones, descubrió en la lontananza los volcanes de la cordillera de los Maribios que divisara por vez primera desde el mar al alejarse rumbo a Chile en otro amanecer ya lejano.

Se había vestido con incierta parsimonia bajo el débil foco eléctrico del camarote, eligiendo el traje de seda blanca de treinta luises cortado a la medida por su sastre del Faubourg Saint Honoré, Maurice Vanccopenolle; una corbata azul pálido fijada por una perla gris y la gorra de sportman a rayas. El bigote y la pera, cuidados por el esmero de las tijeras de peluquería que guarda en su nécessaire de viaje, cierran el rostro hinchado, de coloraciones tumefactas.

La resaca del cognac Marren de dos estrellas comprado a los marineros holandeses, y que a pico de botella bebió solitario hasta después de medianoche en el camarote, caliente como una hornalla, agujerea todavía su cráneo, el mareo aguzado por el olor a brea y la revuelta vaharada de desperdicios de cocina que el viento salino arrastra por el puente desde las escotillas de popa.

Cuando el vatímetro indica la profundidad de treinta codos, los carboneros reciben desde el puente una orden del contramaestre a través de la bocina portátil, y abandonando las palas dejan de alimentar las hornacinas de las calderas. Los émbolos desmayan en su incesante ir y venir, y el humo de la chimenea cobra un negro intenso al flaquear las máquinas antes de apagarse. El silbato suena entonces por tres veces, como el mugido de una res en el degolladero. La cadena de gruesos eslabones salta por la escotilla del costado de proa arrastrando el ancla, y cuando los garfios tocan fondo en el lecho arenoso del estuario, el Pacific Mail se agita encabritado, cambiando muy pronto sus broncos vaivenes en un suave balanceo.

En uno de los promontorios de la isla del Cardón se advierte un breve fogonazo seguido de una diminuta humareda. El cañón Hotwazer servido por dos artilleros descalzos, de casacas azules, retumba entre las breñas ardidas desperdigando en la atmósfera calinosa sus ecos, y las gaviotas vuelan asustadas alejándose hacia los manglares.

Unas barcas que hunden las quillas en el espumarajo teñido de violeta y grana, las velas de lona recogidas en los mástiles, se acercan bogando a pulso de remo, gobernadas desde el timón de popa por marineros descamisados. El viajero se inclina sobre el raíl, atraído por los llamados entusiastas que suben de las barcas, a sus espaldas la bombarda rojo cobrizo del ventilador de las calderas moviéndose perezosamente en dirección al viento; y con la gorra en alto devuelve los saludos a los caballeros que alzan sus bastones, instrumentos de cuerda y sombreros, y a las damas que bajo sus sombrillas de minardí gritan simulando espanto ante los vaivenes del oleaje.

Erguido en la quilla de la barca capitana, el sabio Louis Henri Debayle procura guardar el equilibrio al tiempo que despliega enérgicos ademanes con su sombrero panamá, como si fuera una bandera de señales, y anima al obispo, Monseñor Simeón Pereira y Castellón, que se bambolea temeroso a su lado, a erguirse también. El obispo Simeón se atreve apenas a soltarse de la borda para elevar su bonete, la sotana y el manteo empapados por el agua revuelta, pero al fin despega un tanto las nalgas del travesaño y grita con todas sus fuerzas: ¡Viva el príncipe de los cisnes, señores!

Las salvas de la batería siguen atronando, y las barcas maniobran para colocarse de costado junto al casco del steamer carcomido a lampazaros por la broma marina. Los marineros de cubierta, despreocupados de los cañonazos y del griterío, disponen la jaula metálica sujeta por un cable, y una vez que el pasajero ha entrado en ella la hacen descender, manipulando a brazo el torno de la polea. La jaula, suspendida del brazo de la grúa, gira en vueltas completas mientras él aprieta los ojos y se agarra desvalido a los barrotes, como una fiera enferma. Ha contado hasta ahora quince cañonazos. Las mujeres le disparan puñados de flores que rebotan en los barrotes antes de caer al agua. El sabio Debayle logra atrapar la jaula en una de sus vueltas, y destrabando el cerrojo lo ayuda a resbalar por la borda de la barca capitana. Las flores encuentran ahora su blanco y lo golpean, tersas y leves, en el pecho y en la barba.

Busca acomodo en el travesaño junto a Casimira -esposa del sabio Debayle-, que lo besa en ambas mejillas y hace que lo besen también sus hijas, Salvadorita y Margarita, y recibe un abrazo apresurado del obispo Simeón. Suenan arpegios de bandolines en trémolo sostenido, y desde la barca vecina, una mujer alta y morena, de tupidas cejas encontradas y diadema en la frente, junta las manos para recitar versos de él que los vientos del pacífico dispersan y se llevan lejos:

Como al fletar mi barca con destino a Citeres saludara a las olas, contestaron las olas con un saludo alegre de voces de mujeres...

Vuelve la cabeza hacia la mujer, y concentrado, sigue la declamación con movimientos de los labios.

-Parece una imagen de Beardsley -dice para sí-. Nieve, carbón y ceniza.

-Es mi sobrina, Eulalia -le susurra Casimira.

-Casada? -le pregunta él, también en un susurro, y la estocada de su aliento la hace fruncir la nariz.

-¡Rubén Darío, el incorregible! -ríe ella, complaciente-. Casada, y muy casada...

La batería cesa de disparar. Las barcas bogan ahora entre las islas por el paso del estuario, dejando tras de sí un reguero de flores revueltas en la estela de espuma. Él, cegado por los fuegos del cielo matutino, entrecierra los ojos abotagados.

La travesía desde Panamá en el Pacific Mail, una nave de carga con unos pocos camarotes de pasajeros, ha sido un tormento infernal, un barco de sórdidos bandidos, malandrines más que marineros, y el capitán, un luterano colérico de Leiden, predicador de la Biblia en mal español, y para colmo, abstemio, con quien se vio obligado a compartir la mesa, él y el hacendado salvadoreño don Leandro de Sola y su hija Clelia los únicos pasajeros, la niña raquítica y perfumada a todas horas de esencias demasiado embriagantes que le reclamaba escribirle versos en su álbum, y hasta en las servilletas de la miserable cena, siempre potajes de col como en un hospicio.

Qué diferencia el viaje entre Cherbourg y New York en el imponente buque La Provence de la Compagnie Générale Transatlantique, el valet napolitano atento tras sus pasos, la mesa del gentil capitán, monsieur Daumier, donde todas las noches tuvo un puesto de honor, vinos del Rhóne y de Chinon, cosecha soberbia de 1903, la orquesta de cámara desde la tarde en el proscenio del comedor estucado de guarniciones frutales, los imponentes bodegones flamencos en los paneles tapizados de rica seda florentina y las arañas de cristal de Bohéme que multiplicaban en sus guindajos su esplendor ebúrneo, el discreto tráfago femenino, sartas de perlas de Bassora cayendo entre los rizos sobre las frentes marmóreas, un golpe mágico y distraído de los abanicos en los labios para invitar al flirt...

Y antes, el coche pullman del express que lo llevó desde París hasta Cherbourg, la copiosa y grata celebración con sus íntimos en el restaurant de la Gare-Saint-Lazare la noche de la partida, protegiéndolo todos de La Maligna, temerosos de que se apareciera de pronto a cumplir su amenaza de lanzarle al rostro el oscuro frasquito de vitriolo que empuñaba siempre en la mano enguantada. Se había presentado a última hora ya cuando él estaba buen seguro en el cochecama, y tras los visillos la vio discutir en el andén con Julio Sedano, su secretario particular, que le cerraba el paso, un verdadero copain, Sedano. Y la vio volverse un instante hacia su ventanilla del coche pullman, vio el fulgor luciferino de sus ojos verdes...

-¡La Maligna, qué nombre! -ríe Casimira-. ¿Ya sabes? Ha vuelto a Nicaragua antes que tú, y te espera en Corinto, mon pauvre ami, dicen que muy arrepentida.

-Cómo? -palidece él-. Si se quedó en París... tenía un trabajo en el taller de sombreros de Madame Garnier...

-No sé... es lo que he oído decir que ella cuenta... te entretenías tú en New York, y ella, delante de tus pasos... -vuelve Casimira a reír.

Y el surtidor de su risa cantarina está diciendo muchas cosas. No tengo trato con ella. Una mujer vulgar y pendenciera propia de un taller de sombreros, que lleva estola de armiño bajo el sol tropical, ¿qué tengo que ver yo con semejante gentuza?

La Maligna, de vuelta. ¿Para qué seguir contando nada? Entretenido en New York, sí... un cabaret llamado el One, Two, Three donde pagó amores a una hetaira dominicana con un soneto.,. luego el puerto de Colón en Panamá, las grúas de las obras del canal contra el cielo de pizarra, los campamentos que bullían de razas, chinos y negros en mezcolanza, mosquitos incubados en las miasmas, calor de brea y olor a creosota, toiletrooms para blancos y para negros por aparte: el progreso yanki, la sabiduría aséptica. Y finalmente, los horrores del Pacific Mail.

Veloces, !as barcas atraviesan la tumbazón remontando la cresta de las olas y alcanzan la playa en la que revienta con ímpetu desmayado la marea. Los marineros se lanzan al agua para arrastrar las barcas haciéndolas correr sobre los troncos rollizos que sirven de rodelas, y una vez varadas, toman a los pasajeros en brazos para depositarlos en el suave espejo de la costa, al pie de la duna hirviente.

Y cuando pone pie en la arena, bajo los penachos de los cocoteros descubre una abigarrada multitud que contiene a duras penas sus gritos y rompe al fin en alegres y encendidos vítores al tiempo que la banda de los Supremos Poderes empieza a tocar la marcha Welcome compuesta para la ocasión por su director, el maestro Saturnino Ramos. Los músicos, de todas las edades y estaturas, uniformados de guerreras azules, se aplican a las llaves y soplan en las boquillas de sus instrumentos sin apartar del recién llegado los ojos curiosos. Entonces, un niño descalzo se desprende de la multitud y viene a su encuentro, la mata de pelo hirsuto suelta a la brisa marina, aguantando con supremo esfuerzo el pabellón de Nicaragua que tremola con desafiante energía en una lanza de hoja romboidal asentada en una medialuna.

Aturdido, acierta a sacudir la arena pegajosa de las perneras de sus pantalones mientras busca temeroso el rostro de La Maligna, pero ella no está, y en nada ingrato puede pensar ahora que la multitud se adelanta y acude en tropel sonoro a rodearlo, y los gritos, los hurras exaltados y las dianas del oleaje que apagan la música, sólo le dejan oír los broncos resoplidos del helicón de cobre bruñido que relampaguea copiando los oros del sol, y siente de pronto sus brazos cargados de ramos que mojan la seda de su traje, manojos, canastas de flores y de frutos que va recibiendo con corteses inclinaciones de cabeza y dejando en manos de sus íntimos mientras trata de ascender por la duna, enjugándose con el pañuelo de batista el sudor que brota de su frente y de su cuello, abriéndose paso entre tantos devotos que se apretujan a su alrededor porque quieren palparlo, tocar su ropa, besar sus manos, adelante el niño de la mata chiriza de pelo que lleva el pabellón de Nicaragua, y los músicos de la banda de los Supremos Poderes en la retaguardia del desfile, esforzándose en mantener su paso marcial porque sus pies se hunden en la arena suelta.

El obispo Simeón, que torna a gritar una y otra vez ¡Viva el príncipe de los cisnes! y el sabio Debayle, altivo y circunspecto, marchan a sus costados tratando de defenderlo del acoso entusiasta; y pregunta al sabio Debayle, mohíno pero feliz, qué significa toda aquella locura. Y con sonrisa contenida, repasando su bigote, el otro le responde que eso no es nada aún, en León será la formidable hecatombe.

-¡Mi domingo de ramos, monseñor! -se vuelve hacia el obispo Simeón.

-¡Tu Roma y tu Jerusalén! -se apresura el obispo Simeón a emparejarse, recogiéndose la sotana, porque lo dejan atrás los rudos empujones.

Llegan, por fin, a la empalizada que rodea el huerto del Hotel Lupone sembrado de mangos, icacos y cocoteros. El caserón de madera encalada deja asomar sus balcones entre la verdura, y encima de los encajes de la mansarda se eleva la torrecilla coronada por una veleta de fierro. Al otro lado de la calle enlodada por las lluvias, donde los cerdos buscan desperdicios, aguarda dentro de la nave de la estación el tren expreso que tiene ya enganchado el vagón presidencial puesto a disposición por el general José San tos Zelaya, la locomotora enflorada. Los soldados de la guarnición del puerto contienen a la multitud con los fusiles a bayoneta calada para permitir la entrada de la comitiva al hotel, donde va a celebrarse el desayuno de bienvenida.

En el comedor, mesas dispares han sido juntadas en escuadra, cubiertas por manteles almidonados que Casimira ha traído consigo de León, y hay sobre los manteles floreros de porcelana pintados con escenas de caza, Diana desnuda y sus lebreles surgiendo de un boscaje umbrío. En los tabiques han claveteado palmas de cocoteros, entretejidas de rosas.

El nutrido acompañamiento no cabe en las mesas, y muchos de los caballeros, entre ellos el comandante del puerto, erguido en sus botas que huelen a betún, deben permanecer de pie detrás de los comensales que ocupan silletas de junco, taburetes, bancas y sillones mecedores, todo prestado a las habitaciones y a las demás estancias del hotel que lucen desiertas. El viajero al centro, el sabio Debayle y el obispo Simeón siempre a sus flancos, ocupan un sofá de mimbre. Casimira y sus dos niñas, su sobrina Eulalia, los rodean en cercana vecindad.

Toast. El sabio Debayle se pone de pie para brindar, improvisando un breve discurso. No hubo forma de enfriar la champaña, y tibia en las copas, desmayan sus burbujas. Rubén apura la suya, sediento, y vuelve a llenarla. El sabio Debayle, al terminar sus palabras, lo mira con suave reproche.

¡Merde!Ya me estás previniendo sobre la bebida, ¡qué manía! -le dice, la copa al borde de los labios oscuros.

-Te espera León, tu León -tercia con tacto Casimira, mientras atrae a su regazo a las dos niñas, que aburridas, quieren abandonar sus asientos-. Te reclaman en Managua, en todas partes, pero no te dejaremos tan fácilmente partir de León...

Él extrae con brusquedad su pañuelo de batista del bolsillo de la chaqueta, maltratada ahora por tantos apretujamientos, y se seca los labios. Las gruesas aletas de su nariz se distienden, anchos los cartílagos en la base, potentes los orificios; y sus ojos, en los que fulgura una chispa aventada por su respiración, se clavan en Eulalia. Le alcanza la copa con gesto imperioso, para que se la llene, y ella accede solícita. Pero la botella está vacía.

Entonces se acerca por delante de la mesa el niño descalzo, el de la mata de pelo, con una nueva botella, sosteniéndola con esfuerzo como si le pesara igual que la bandera. El sabio Debayle, con ademán resignado, quita la envoltura de estaño del gollete para descorcharla, y vuelve el torso, precavido de no mojar a nadie cuando surja el chorro de espuma. Ante el nuevo estallido del tapón, hay aplausos. Condescendiente, se pone de pie, para servirle él mismo al viajero.

-No, Cu no -lo rechaza él, clavando de nuevo sus ojos en Eulalia.

El sabio Debayle deja la botella sobre la mesa y vuelve a sentarse, incómodo. Eulalia rodea el sofá y tomando la botella, vierte de manera impecable la champaña en la copa.

-¿Y tu marido? -le pregunta, asiéndola bruscamente del brazo.

-Su marido es inválido -se adelanta a responder el sabio Debayle-. Fractura irreparable del sacro

-Si quedó inválido es porque tú, seguramente, lo trataste. Una más de tus víctimas -se ríe Rubén, sin soltar el brazo de Eulalia.

El sabio Debayle, desconcertado, propone un nuevo brindis. La botella circula por la mesa y pronto queda también vacía.

-Me gusta cómo declamas. ¡Citeres! ¡La isla de Afrodita pintada por Watteau! Pero me gusta más tu silencio -la suelta por fin-. ¡Más champaña!

Eulalia vuelve a su sitio. Y cuando el niño aparece con otra botella, él lo alcanza por encima de la mesa y lo agarra por la manga de la camisa de popelina.

-Y tú, cómo te llamas? -le pregunta.

El niño sólo acierta a mirarse los pies descalzos. El sabio Debayle, impaciente, le in forma que se llama Quirón.

-¿Quirón? -la asombrada interrogación de Rubén queda vibrando en el ambiente caluroso.

-Recuerdas la edición de Prosas profanas que me enviaste desde París? -le pregunta el obispo Simeón.

-Me acuerdo mucho -le responde-. La edición argentina de 1896. Era mi propio ejemplar. Me quedé sin ninguno.

-Me lo decías en tu carta que me llegó con el libro. Pues allí me maravillé por primera vez con tu Coloquio de los Centauros. Y así nació Quirón, con tu poema, y con el siglo -el obispo Simeón, sonrienté, extiende la mano en la que luce su anillo episcopal, para indicarle a Quirón que se acerque. El niño obedece.

-¿Quién es, entonces, su padre? -pregunta Rubén al obispo Simeón.

Hay un silencio extraño. Pero al cabo de un momento, el obispo Simeón vuelve a sonreír.

-Un día, a ti solo, voy a contarte la historia de Quirón el centauro -le dice.

-Quirón el centauro -dice Rubén-. La gloria inmarcesible de las Musas hermosas...

Bebe otra vez, y se limpia la boca con la manga de la chaqueta, olvidado ya de su pañuelo de batista.

-...y el triunfo del terrible misterio de las cosas... -responde Eulalia desde su sitio.

Alza la copa hacia ella. Luego, llama a Quirón con voz grave. El obispo Simeón le habla al niño al oído y lo empuja suavemente hacia Rubén. Deja a un lado la copa vacía, se pone de pie y le toma la cabeza con ambas manos.

El niño quiere retroceder pero las manos lo retienen implacables, apretándolo cada vez más. Un sordo rumor de caracolas va llenando su cráneo, y tanto lo aturde aquel ruido que rueda desvanecido.

Casimira da un grito, que apenas puede contener llevándose las manos a la boca, y Margarita acude a esconderse en su regazo. Salvadorita llora de susto. Rubén se vuelve a sentar. Eulalia, cejijunta, lo contempla con sonrisa impávida. Acude el obispo Simeón, se arrodilla y sopla al niño con su bonete; el sabio Debayle se levanta también, disgustado, y envía al tren por su maletín.

Cuando el niño, reanimado por las sales de amoniaco se sienta en el piso, no llora, no hay ningún susto en sus ojos.

Ahora, sufre la quemadura, Quirón. El numen está en tu cráneo le dice Rubén con lengua remorosa.

Casi nadie lo escucha decir, nadie pone atención a su sentencia, porque ias miradas van hacia la puerta. La Maligna. Eulalia es la primera que la ha descubierto. Y ahora la ve él, su delgada silueta morena recortada en el rescoldo de luz de la puerta. Es el mismo traje gris perla que llevaba cuando se despidieron, tras unaa riña triste, bajo el emparrado de La Pagode, en Camaret-sur-Mer, en Brest, el último verano. La misma sombrilla, el mismo sombrero con el airón de plumas. Sus ojos verdes están desafiándolo desde hace ratos. No ha hablado aún, pero cuando lo haga, sabe que la saliva va a saltar en tenue surtidor de las comisuras de sus labios. Su hermano Andrés Murillo, vestido de negro como un enterrador, se ha quedado unos pasos tras ella.

La contera de la sombrilla plegada apunta a Eulalia en medio de los ojos, como un arma mortal, allí donde se encuentran en un nudo oscuro sus cejas espesas. Y los concurrentes quedan congelados en sus gestos como bajo un resplandor de magnesio.

-Quién es esa puta? dice al fin, colérica.

-Y qué hizo entonces Rubén? -pregunta Norberto. Norberto parece siempre recién bañado. Debajo de la papada, la medallita que cuelga de una cadena, entra en la pelambre del pecho. En la muñeca lleva una esclava con sus iniciales. Va vestido de lino blanco, pantalón y camisa. Su pelo reluce de brillantina Yardley.

-Apartó el sofá que le estorbaba y fue en busca de ella, tan solícito, con los brazos abiertos, llevado por pasitos serviles -dice el orfebre Segismundo, calado con un sombrero tirolés de pluma enhiesta. Se ha puesto de pie para imitar los pasos de Rubén en pos de La Maligna, y desde las otras mesas, los parroquianos que aún quedan a esa hora lo observan de reojo, con diversión.

-Así fue- dice el Capitán Prío; y corto de estatura como es, se alza en la silla para aventar hacia arriba el humo de su cigarrillo que se deshace en encajes-. Quiso besarla, pero sólo alcanzó a rozarle la mejilla porque ella quitó el rostro con gesto de asco, reprendiéndolo: apenas amanece, ya estás oliendo a licor. ~No te da vergüenza?

-No preste oídos a invenciones, maestro -le dice Erwin al orfebre Segismundo-. Rosario Murillo ni siquiera había regresado a Nicaragua. Llegó en otro barco, una semana más tarde, también desde Panamá. Ese barco era el Bernardo O'Higgins, de sasbandera chilena.

Erwin luce una gorra vasca. Se atropella al hablar, tartamudeando. Lampiño y sonrosado como el bebé feliz de Mermen, parece demasiado grande para la mesa. Sus uñas muestran la huella de la tinta de imprenta.

-Yo creo que no hay invención, mi amigo, aquí está anotado todo -dice el orfebre Segismundo, y va a revisar el cuaderno de Rigoberto-. Se lo llevó, muy manso. No tenía voluntad alguna. Bien podía lucir rienda y bocado, como el cisne de Lohengrín.

-El divino abisintio le había destruido el ánimo -dice el Capitán Prío, con desconsuelo, mirando los encajes de humo que van disipándose en el cielo raso.

-Me atengo a mis datos -dice entonces Rigoberto, revisando una página de su cuaderno-. El Bernardo O'Higgins llegó a Corinto el 25 de octubre para cargar cedro real, ipecacuana y café. Ella fue recibida por su hermano Andrés Murillo. Se quedaron alojados en el Hotel Lupone, cuartos números cinco, y siete, decididos a esperar el arribo de Rubén. La Comandancia del puerto pagó la cuenta, por órdenes del Supremo Gobierno.

Rigoberto es ese muchacho moreno, espigadito, pelo ensortijado y bigote tupido encima de los labios carnosos, que ha estado comiendo sorbete de tutti fruto. Ya lleva dos copas.

-Muy natural, en todo caso, que se quedara a esperarlo en el puerto, si eran marido y mujer dice Erwin.

-¿También era natural que le quisiera lanzar vitriolo en la cara? -dice Norberto.

-Por eso la llamaba La Maligna -dice Rigoberto-. En París le secuestró los sueldos de cónsul, doscientos cuarenta francos. Quiso embargarle los muebles, su juego de escritorio Luis XIV, que constaba de mesa y secretaire, noventa francos; y su piano Pleyel de media caja, quinientos francos, su mayor tesoro.

-Y lo hacía cargar con cuentas de modistas, y hasta la factura de un atomizador de medicina bucal para la halitosis envió a cobrarle, dos francos -dice el Capitán Prío que ha rodeado la mesa para leer también del cuaderno de Rigoberto.

-Eso de que se le pueda traspasar a un niño el numen de las musas con sólo apretarle la cabeza, me parece una grave exageración -dice entonces Erwin.

-Ninguna exageración- dice el Capitán Prío-. El niño rodó por los suelos, prendido en calentura. El sabio Debayle lo estuvo tratando por meses. Sufría una especie de paludismo mental.

-Quién puede tener evidencia de ese disparate? -le dice Erwin.

-Aquí está el testimonio del maestro filarmónico Saturnino Ramos, que como director de la banda de los Supremos Poderes fue admitido al desayuno -dice Rigoberto, presentándole a Erwin una hoja doblada que ha sacado de entre las páginas del cuaderno.

-El maestro Saturnino es el peor testigo que podías buscar -dice Erwin, atropellando las palabras-. Ya ciego de tan viejo, le ha dado por silbar todo el día en la calle marchas fúnebres que va componiendo en su cabeza.

-Muy cierto. Es como si siempre se anduviera orinando en los pantalones -dice Norberto.

-Tomen en cuenta que Rubén estaba ebrio. Un hombre en estado de ebriedad puede ser capaz de cualquier sinrazón, como esa del numen -dice el orfebre Segismundo.

-Entonces, para no caer en la sinrazón, no se tome ese otro trago -le dice Norberto.

-Yo bebo, pero nunca me embriago -le dice el orfebre Segismundo, el mentón en alto.

-El cisne bebía por timidez. Un ser inseguro, atormentado. Esa mujer que lo acosaba no podía llamarse esposa -dice el Capitán Prío.

-La Maligna -dice el orfebre Segismundo-. Hasta la cara quería deformarle con ácido corrosivo. Y él, un hombre tan galante. Un príncipe.

-Un príncipe que siempre le debía al sastre. El uniforme para presentar credenciales ante el rey Alfonso, Vanccopenolle se negó a enviárselo a Madrid por falta de pago. Tuvo que ir con uno pres tado. ¿O miento? -dice Erwin pidiendo la aprobación de Rigoberto.

-No hablemos de los que se dan gustos caros, joyas y esas cosas, y quedan debiendo -dice el orfebre Segismundo mirando con divertida reprensión a Norberto.

-No era su culpa. No le pagaban sus suel-dos. Tuvo que abandonar la corte de Madrid, para no seguir pasando por un embajador indigente -di-ce el Capitán Prío-. Ya ni los cocheros de la calle de Serrano le fiaban la carrera.

-¿Y en ese barco La Provence venía, de ver-dad, en primera clase? -le pregunta Norberto a Ri-goberto.

-Claro -dice Rigoberto-. Tengo un li-bro biográfico donde aparece fotografiado el bo-leto.

-Pero ni una sola vez fue invitado a la mesa del capitán -dice Erwin-. Se pasó encerrado, be-biendo. Los pasajeros del camarote vecino, unos tales Mister and Missis Delaney, de New Haven, presen-taron una queja formal ante el sobrecargo por los alaridos que no los dejaban dormir.

-Delirium tremens -dice el Capitán Prío.

-¿De dónde sacaste eso? -le dice Rigober-to a Erwin.

-Fuentes fidedignas -le dice Erwin-. Yo también investigo la vida del panida.

-Y ese Sedano mexicano, un malandrín era -dice el Capitán Prío-. Le robaba, lo engañaba, vendía en su nombre los derechos de los libros. Un estafador.

-Lo fusilaron en Francia en el diecisiete -dice Rigoberto.

-¿Y lo fusilaron por estafador? -dice Nor-berto.

-Si por eso fusilaran, ya este país estaría despoblado, mi amigo -dice el orfebre Segismun-do, suspirando.

-Nadie lo ha fusilado -dice Erwin.

-Lo fusilaron por espía de los alemanes -dice Rigoberto-. Resultó agente de la red secre-ta de la Mata Hari.

-Era hijo furtivo de Maximiliano de Aus-tria. Tenía su misma barba rubia partida en dos alas -dice el Capitán Prío.

-Cuánta mentira -dice Erwin y se ríe mo-viendo la cabeza, compasivo, como si perdonara el embuste.

-Aquí está en mi cuaderno, si querés verlo -le dice Rigoberto, resentido-. Juzgado en corte marcial y fusilado en Neuilly, el 17 de noviembre de 1917.

-Te creo, mañana me lo enseñás -le dice Erwin, ajustándose la boina-. Ahora tengo que ir a corregir unas pruebas. Ya me agarró la noche.

-Somoza va a ser vecino suyo, Capitán. Se va hospedar en el Palacio Municipal -dijo Rigoberto metiendo su cuaderno en el cartapacio para irse también. Era un cartapacio de plástico, imitación de cuero de lagarto

-Ya vi que están desalojando todos los escritorios y los archivadores de las oficinas, en camiones -dijo el Capitán Prío.

-Son órdenes de Van Wynckle- dijo Norberto. Van a sacar hasta la caja de hierro de la agencia del Banco Nicaragüense que funciona abajo.

Es un gran desprecio para doña Casimira que tiene un mes de estar pintando la casa para recibir a su yerno -dijo el Capitán Prío.

Quién es ese Van Wynckle? preguntó el orfebre Segismundo.

-Un experto que mandaron los gringos para que se haga cargo de la seguridad de Somoza -dijo Erwin, poniéndose de pie.

-Hasta un chaleco blindado le trajo de regalo a Somoza, de parte de Eisenhower dijo Norberto.

-Más bien ese chaleco se lo mandó Edgar Hoover, el jefe del FBI -dijo Rigoberto-. El blindaje es de acero tejido en malla, y viene forrado en nylon lavable. Pesa un kilo doscientos gramos, y resiste proyectiles cuarenticinco magnum.

-Eso no lo andés apuntando en tu libreta -le dijo el Capitán Prío, bajando la voz.

-Son cosas que salen en las revistas -dijo Rigoberto, encogiéndose de hombros.

-Ahora Somoza va a andar al último grito de la moda, fachento con su chaleco nuevo -dijo Norberto.

-¡Esos búfalos dientes de plata! -clamó a las alturas el orfebre Segismundo abriendo los brazos-. ¡Padrinos de semejante gángster que sin tener culo se ha cagado en todo Nicaragua!

-Cómo es eso de que no tiene culo Somoza? -dijo Norberto y se rió, cerciorándose primero de que por la calle no pasaba nadie.

-Se lo quitaron en la clínica Oschner de Nueva Orleans, y nunca se lo volvieron a poner -dijo el orfebre Segismundo.

-A usted la pasión política lo lleva a inventar grandes calumnias como ésa -le dijo Erwin.

-Calumnias? -dijo el orfebre Segismundo-. Caga por la barriga, mi amigo, por medio de una válvula de goma. Lo que pasa es que es un secreto de estado.

-Un secreto de estado que sólo en esta mesa se conoce -dijo Norberto.

-Qué triste -dijo el Capitán Prío mirando la brasa de su cigarrillo-. Tantos reales, y no poder defecar a gusto, sentado en su inodoro de oro macizo.

-Eso se llama colestectomía -dijo Rigoberto volviendo a sacar su cuaderno, pero no había nada escrito en la página que consultó-. Supresión del tracto rectal y formación del ano artificial por el método de Charles Richet.

spanischer Originaltext / al texto original en español

→ Zusammenfassung und Inhalt des Romans / presentación y resumen de la novela


spanische Originalausgabe: Sergio Ramírez: Margarita está linda la mar, Alfaguara, Madrid 1989
© 1998 Sergio Ramírez, Managua
© Für die Übersetzung: 2007 Otto Oetz, Köln